Micifú recuerda a sus hermanos





No, no está bien haber dejado entre las manos de Micifú a la parentela de Shakespeare, ni, acaso, aunque el ágape del barman bien estuvo, haberle hecho contemplar ese tipo de tertulias que se daban esa mañana en el bar. Qué se pensará si no el gato del mundo en el que ha empezado a vivir si lo que se le da es el pan amargo de la desgracia y la ambición desmadrada, la insensatez de los políticos. Probablemente habría sido mejor dejar en sus manos Platero y yo, y alimentarle con naranjas mandarinas y uvas moscateles, como al burrito, y acaso llevarle de paseo a ver eclipses y entretenerle con poéticas charlas con las que mitigar la locura que campa desorientada por el mundo; cosas más acordes éstas con su condición gatuna y sobre todo con la educación que ha de recibir un fiel compañero del vecindario.
Después que lo despertara don Rafael habían vuelto al coche y ahora paseaban por el parque uno al lado del otro mientras aquél se fumaba un purito. Cuando pasaron junto al quiosco de la churrería, Micifú sintió que se le subía por el esófago una bola de tristeza. El doloroso imperativo de la supervivencia le había alejado de sus hermanos, recordaba sobre todo el más pequeñín, Peluco, su cuerpo menudo, su mirada siempre ausente, su timidez, agazapado comúnmente en un rincón alejado de los demás; apenas probaba bocado durante días, parecía como si se mantuviera del aire, como destinado a producir una sensación de pena en los demás; todo aquel que lo conocía terminaba acogiéndole bajo su protección. Como era tardo e inapetente sucedía que Bartolo y Canela terminaban a menudo comiéndose su ración, de un manotazo le quitaban lo que parsimoniosamente olisqueaba una y otra vez antes de decirse a probarlo. Peluco miraba el mundo desde la lejanía inconfundible de los que han nacido para vivir en el humilde rincón de su soledad. Era asustadizo y temeroso de todo lo que se movía a su alrededor; cada vez que a su lado se producía un pequeño ruido echaba a correr como alma que lleva el diablo. Fue el último en nacer, parecía que se hubieran terminado hacía rato el alumbramiento con aquel trío, cuando de repente Peluco, con los ojos cerrados y lleno de los pringues del parto, apareció bajo el abdomen de su madre. Todavía estuvo allí esperando un rato hasta que ésta terminó de limpiar y lamer concienzudamente el cuerpecito de sus hermanos; cuando hubo acabado con ellos empujó a éstos a un lado con la testuz y se dedicó a dejar a su último cachorrito limpio y presentable. Era un día caluroso de julio, los churreros se habían marchado de vacaciones y la madre pudo dedicarse enteramente a las tareas del parto sin que nadie viniera a estorbarla.
Se encontraba mal desde hacía un par de días. Con su barriga rozando casi el suelo había hecho la ronda de todos los contenedores del barrio, pero fue inútil, no encontró uno sólo abierto. A última hora, cuando ya la ciudad dormía y el silencio era interrumpido sólo por alguna lejana sirena, había notado que algo se movía junto a una alcantarilla cercana al quiosco. Fue su perdición, aquella rata debía de estar más envenenada que todas las cosas, apestaba ya a muerte, pero tenía tanta tanta hambre que no pudo resistir la tentación de probar un poco de aquel ser peludo que la miraba con ojos de estar ya en otro mundo. Era el principio del fin. Todavía tendría tiempo de parir y resistir dos o tres semanas pero de hecho su tiempo se había acabado. Le esperaba momentos difíciles, su cuerpo apenas producía leche suficiente para sus pequeños, Peluco apenas tenía fuerzas para mamar la poca leche que salía de sus pezones, pensó que aquel gatito moriría incluso antes de hacerlo ella.
Un día, cuando sus crías correteaban antes de dormir en el cuartito de los tratos del quiosco-churrería,  se sintió tan mal que pensó que no duraría más de aquella noche. Fue al amanecer, todo estaba perdido, vomitó varias veces durante la noche pero a esta hora, las náuseas y una sensación de estar faltándole el aire en los pulmones, la hizo abandonar su refugio y salir al exterior. Antes de fallecer todos sus pensamientos fueron para sus pequeños. En el último momento tuvo unos minutos para cada uno de sus hijos; Negrito con los ojos saltones de quien se admira de todo lo que se mueve a su alrededor, sociable, listo como ninguno, con su hociquillo de color fresas con nata; seguro que él no tendría problemas cuando ella faltara. Después pensó en Canela, el grandullón y brutote Canela que ya a los pocos días de nacer se había presentado con un ratoncito mínimo en la boca con el que se pasó la tarde jugando; Bartolo, el de pelaje atigrado, una pizca desconfiado, pero juguetón y cariñoso, siempre dispuesto a ponerse panza arriba para que le arrascasen la barriguita; y por último, el pobre Peluco, con esa cara de menesteroso, tímido, siempre mirando de lejos los juegos de sus hermanos, siempre solitario y poco sociable. Él será el que peor lo pase, pensó mientras cerraba los ojos y su cuerpo emitía un lastimero maullido en donde estaba concentrado todo su inmenso dolor. Ya no pudo más, quiso recostarse en el tronco del cerezo que crece junto al quiosco, pero sus piernas le fallaron. Se derrumbó sobre el suelo. Acababa de expirar.