Micifú descubre las bondades de vivir en familia.





Media hora más tarde un suave ronquido vino a despertar al micifú; Beatriz, flotando en la algodonosa calidez de los recuerdos, se había dormido finalmente. Ahora, con la cara beatífica de los que no han roto un plato en su vida, aparecía plácidamente arropada en los brazos de Morfeo. Micifú se incorporó, estiró sus bracitos emitiendo un suave bostezo, se lamió las patas y luego con, su mano derecha húmeda, hizo una pasada por su rostro gatuno intentando despejar sus bonitos ojos verde oliva de las legañas. Acto seguido echó un vistazo al mundo de abajo donde Tobi y Laica dormían; sus cuerpecitos lanosos, arrebujados como dos pelotas de lana sobre los cojines, emitían un candoroso susurro de bienestar. Por la rendija de la puerta se colaba, fina y delgada, una línea de luz procedente del pasillo.


Decidió salir a dar un garbeo nocturno. Dio un brinco hasta la moqueta y se dirigió a la rendija de luz, salió al descansillo y, viendo que no había moros en la costa, pensó en darse una vuelta por la planta baja; bajó las escaleras y se dirigió a la cocina a ver si pillaba algo. Beatriz le había dejado un platillo con leche en el rinconcillo del lavavajillas; ¡qué maja era esta chica!, se dijo, y se estremeció de gusto pensando en las últimas noches que había pasado a la intemperie comiendo en los contenedores o acechando en las alcantarillas algún ratón. Se sentía francamente bien. ¿Cómo sería vivir a partir de entonces en el calor de una familia?, esa hermosa institución que tienen los humanos en la que las personas se siente acogidas y queridas; tener un techo desde que naces, todo organizado, cada uno su papel, unos trabajando fuera para mantener al conjunto, otros en casa cuidando de los bebés o haciendo las tareas domésticas; y además tener a alguien a quien contar tus penas; la verdad es que una familia era un milagro; los humanos no saben lo que tienen con eso de la familia, continuamente quejándose, que la crisis por aquí, que la crisis por allá, que tú, que yo; la verdad es que son unos protestones, susurraba para sí. Si no fuera porque parece un poco pedante, diría que la familia es la más eficiente de las instituciones humanas. Y si no que se fijen en nosotros los gatos que naces y después de unos días de mamar ahí te las entiendas tú solo.
El micifú las había pasado canutas en las últimas semanas. Su madre, una bonita gata de manchas color canela y bigotillos estirados y rígidos como raspas de sardina, pocos días después de nacer él, en un momento de desesperación hambruna, había comido parte de una rata que había pasado sobradamente la fecha de caducidad y se había puesto muy muy enferma. Un domingo temprano, cuando el dueño del puesto de churros que hay en el parque y en el que habían encontrado cobijo él y sus tres hermanos, abría su chiringuito, se encontró con que su madre no le azuzaba para que saliera inmediatamente de allí antes de que el churrero se diera cuenta de su presencia. Miró adormilado alrededor y encontró que allí sólo estaban Canela, Bartolo y Peluco; su madre había desaparecido. Salieron los cuatro por el hueco que dejaba una tabla rota de la parte de atrás y, a pocos metros de allá, junto al tronco de un cerezo, esos de hojas color vino que recorren el parque, encontraron a su madre durmiendo. Era raro, mamá no dormía así, estirada, tan rígida. Micifú se acercó y se fue derecho a mamar de una de las tetillas; pero los pezones de mamá estaban fríos y rígidos, todo su cuerpo parecía un trozo de cartón piedra, su madre tenía los ojos abiertos, no respiraba. Intentó en vano sacar leche de su pezón. El cuerpo de su madre se lo llevarían aquella mañana los empleados del servicio de limpieza; él desde su escondrijo vio como unos individuos vestidos de amarillo y verde fosforito lo metían en un saco y se lo llevaban en un carrito. Los días que siguieron fueron terribles. Techo tenían; siguieron viviendo unas semanas en el puesto de churros cuando el dueño se marchaba, pero comer fue más complicado, se pasaban el día escondidos en el rincón de un cuartucho donde el churrero guardaba algunos trastos; allí fue que encontraron un día un pequeño caldero que parecía estar destinado a hacer yogurt. Pero un día se acabó aquello y tuvieron que buscarse la vida en la calle. Se le ponían los pelos de punta pensando en aquello. También sus hermanos habían desaparecido, aunque todavía conservaba la esperanza de encontrarlo. Ya planeaba por su cabeza la idea de que Beatriz le admitiera en sus paseos por el parque cuando sacaba a Tobi y Laica; quizás anduvieran todavía por allí.
A Negrito, que así se llamaba el protagonista de esta historia, se le estaba poniendo el alma un poco nostálgica pensando en sus hermanos, probablemente a estas horas pasando frío en alguna calleja de los alrededores del parque, porque lo de la churrería se acabó, el dueño debió de descubrir que algún pequeño cuadrúpedo se bebía su leche y enseguida había taponado aquel agujero de la tabla rota que era su acceso a su dormitorio desde que nacieron. Pensando en estas cosas y en lo chachi que puede ser vivir calentito en el seno de una familia, se dio media vuelta y se dirigió al cuarto de estar. Por las puertas acristaladas del salón entraba una débil luz anaranjada que iluminaba difusamente las paredes. En una de ellas había pintada una mujer de espaldas que miraba a través de la ventana el mar. Cuando fuera más mayor sabría que el cuadro pertenecía a un rancio y engreído pintor llamado Dalí que se había pasado toda la vida payaseando de aquí para allá y haciéndose tratar como si fuera el genio al que la humanidad debía de rendir pleitesía. No, ese señor de los bigotes engominados no le gustaba, pero el cuadro sí, tenía cierto encanto ese tono azulado del conjunto, la actitud de la mujer como de quien está esperando a su novio a la caída de la tarde mientras el mar se va cubriendo poco a poco de malva, mientras la cortina es suavemente movida por la brisa que viene de la bahía.


Negrito, como se verá más adelante, nació dotado para muchas cosas y entre ellas lo más notable era su actitud para poder apreciar las cosas bonitas de la vida, no sólo lo cuadros, también su agudeza para captar de un vistazo a las buenas personas, y no es la menor prueba de esto el que tan inmediatamente se hubiera fijado en aquella chica de ojos grandes, que después descubriría que se llamaba Beatriz y que tan pronto decidió acogerlo. Más a la derecha, sobre el hueco de la chimenea, descubrió otro cuadro que le gustaba, este era de Botero. A Botero, igual que a Modigliani y otros les cayó del cielo encontrar en el mercado muchos que alababan la singularización de su estilo, lo que les llevó a explotar durante toda su vida esta especial característica, cosa que les resultó, especialmente al primero, altamente rentable. No obstante había que ser justo y no dejarse engañar por las generalizaciones. A Negrito este cuadro le gustaba sin más, aunque Botero hubiera afirmado cínicamente que él no había pintado una gorda en su vida, que lo que hacía era expresar el volumen como parte de la sensualidad. Ni siquiera un gato podía creerse estas palabras del pintor de gordos y gordas. No era para tanto su fama, pero había que reconocer que muchos de sus cuadros tenían un encanto inapreciable: los colores cálidos, las formas excesivas; los temas cotidianos de su panoplia pictórica eran una fuente de recreo. Por demás, los dos cuadros que había en el salón añadían un valor adicional, eso lo sabría después de labios de Beatriz, por el hecho de que fueran reproducciones en punto de cruz hechas por su madre. Su madre, Monse era su nombre, había llenado la casa con delicadas pinturas hechas siempre con la misma paciente y laboriosa técnica. A su padre, un señor de bigote robusto y mirada escrutadora que gustaba coleccionar casettes, cedés y películas de toda condición y, que amaba, como su tío Alberto, sentarse frente al fuego de la chimenea durante horas interminables, no le decía mucho la pintura de Dalí, pero sin embargo era un forofo de las de Botero; se ve que le gustaban las carnes prietas y exorbitantes de sus cuadros. Y es que era  una característica apreciable de los cuadros de Botero su  vitalidad desbordante; esa trinidad de color, forma y exuberancia ya valían por sí mismas las ganas de vestir las paredes de casa con alguno de sus lienzos.


Al micifú casi le entraban ganas de aprender a pintar. En fin ya llegaría el tiempo, no está de más empezar a acumular desde pequeñín, se decía, delicados deseos con que llenar la vida que ha de venir. Un gato pintor siempre sería una novedad apreciada en el mundo de las galerías de arte.
Decidió que ya estaba bien de paseo nocturno, que mejor se subía otra vez a echar un sueño. Arriba Beatriz dormía como un bendito, también Tobi; Laica por el contrario se había alzado sobre el cojín y le miraba con cara divertida como diciendo ¡qué!, ¿de picos pardos por ahí? Negrito la miró algo sorprendido; que jodía, se dijo, qué cara de divertida tiene esta perra; y luego para sí: estos cachorrillos lanudos tienen pinta de ser buenos camaradas, habré de tenerlo en cuenta a la hora de buscar a mis hermanos. Y deferente como un señor de principios del siglo pasado, como si se quitara el sombrero para saludar a la dama a la que cedía el paso para subir al landó, inclinó la cabeza y emitió un débil maullido a modo de buenos días. La luz del alba había empezado a asomarse a la ventana. El micifú trasnochador dio un salto, se subió al edredón y se dispuso a dormir un rato.