Aquella mañana Beatriz estaba
orgullosa de su peral. Sus padres lo habían plantado en mitad del jardín cuando
era pequeña y ahora, allá en medio, llena su pelambrera del oro del otoño,
parecía un venerable señor al que la pátina de los años hubiera llenado de
dignidad y belleza. Se había despetardo hacía un rato y, viendo que Micifú ya no
dormía sobre el edredón, se asomó a la ventana para ver si andaba zanganeando
por el jardín. Y fue así como le sorprendió la visión repentina del peral
derramando la hermosura de su porte; sus brazos abiertos, sus dedos llenos de los
colores delicados con que se visten los bosques en esta época le recordaban el
mundo de Guermantes de Marcel Proust en donde los espinos blancos, los manzanos
y los perales se convertían en grandes temas poéticos: un ángel resplandeciente, se erguía en pie, extendiendo ampliamente
sobre la casa la protección deslumbradora de sus alas de inocencia en flor: era
un peral. Le habían hecho leer aquel tomo de En busca del tiempo perdido recientemente en instituto. Al
principio lo había mirado con reticencia, pero terminó leyendo por gusto lo que
le habían impuesto por obligación. Proust le ayudaba a disfrutar de la belleza
que hay encerradas en las cosas, la torre de una iglesia, un cuadro, el color
del cielo a la caída de la tarde, un espino blanco, un peral. A él debía que
desde hace más de una semana ella se asomara cada mañana a contemplar el oro
cambiante de sus hojas, la lluvia arrebujada en sus ramas que gota a gota ella
oía caer sobre el suelo del jardín muchas horas después de que la lluvia
hubiera cesado.
Además, desde que al final del
verano colocara un comedero para pájaros en su tronco, la vida de su árbol se
había animado. Ahora cada mañana una de sus tareas consistía en comprobar que
el recipiente para las pipas y el alpiste tuviera comida. Los pájaros habían
tardado bastante en descubrirlo, pero en este momento el comedero se había
convertido en un jolgorio continuado en donde durante todo el día revoloteaban
gorriones y carboneros. Eran graciosísimos, desde su ventana los oía volar
disputándose la entrada al estrecho ventanal donde estaban las pipas; podía
pasarse horas contemplando sus revuelos y sus disputas. Los gorriones eran más
espabilados que los carboneros, si uno de aquellos estaba sobre el comedero,
los carboneros revoloteaban a su alrededor sin atreverse a acercarse; pero si
alguno lo intentaba ya teníamos al gorrión lanzándole picotazos y empujándole
como si éste fuera el rey de la montaña.
Mientras Negrito no salió de casa,
lo que sucedió durante un par de semanas, ya que Beatriz temía que se escapara,
no hubo problemas, después de que su padre lo llevara de paseo a la tertulia
de sus amigotes y lo dejara ir y venir por el parque junto a la residencia de
ancianos, las cosas cambiaron un pedazo. Micifú, por mucho que leyera a
Shakespeare y le encargara de vez en cuando algún libro de la biblioteca
municipal, se manifestó posteriormente como un brutote. En cuanto pudo ir y
venir libremente por la casa y salir al patio o al jardín, Beatriz ya no pudo
estar tranquila. El mismísimo primer día que le dejaron salir al jardín, al muy
bruto ya le descubrió desde la ventana merendándose un pajarito, jugaba con él,
lo lanzaba al aire, lo atrapaba, le daba palmaditas con las manos como si fuera
una pelota de goma; a veces lo tomaba entre ellas y lo alzaba a lo alto como
invitándole a volar, y el pájaro, más muerto que todas las cosas, caía al suelo
donde Negrito lo recogía para llevárselo entre los dientes al rincón en donde
un enano de piedra parecía cuidar de las flores de un arriate en talud en que todavía
las rosas vestían los últimos pétalos de la temporada. No le faltó tiempo a
Beatriz para bajar corriendo las escaleras con una escoba en la mano y
gritando: bruto, Micifú bruto, ¿qué has hecho con el pobre pajarito?, ¿es que
quieres ser tan bestia como lady Macbeth, cacho animal? y blandía la escoba en
alto tratando de alcanzar al gato que, alucinado con la salida de su pacífica
ama, no comprendía lo que estaba pasando y tuvo que poner pies en polvorosa
trepando a lo alto del peral. Allá abajo, tu ama con los brazos en jarras y con
la escoba todavía en la mano, miraba para arriba y no paraba de lanzarle
improperios. A Micifú se le entristeció el ánimo, se parecía a Platero aquel día
que, merodeando enamorado en torno a su amada, una burrita que pastaba junto a
la acequia del pueblo, sintió que venía el poeta, su dueño, y tomándole de la
brida lo arrastraba hacia el patio de su casa. Los rebuznos de lamento de
Platero eran los maullidos de Negrito desde la copa del peral pidiendo
clemencia a su dueña.
Cuando ésta, enfurruñada y con el
entrecejo fruncido, se dio media vuelta y, como un cabo furriel que deja por
imposible a una panda de reclutas novatos, se dirigió a la casa llevando la
escoba como si del fusil reglamentario se tratara, Micifú, embargado por un
tremendo sentimiento de contrición que le subía desde la barriguita al pecho,
se quedó en blanco sin saber qué hacer. Quería abandonar el escenario,
esconderse en algún sitio, pero no deseaba descender del peral y enfrentarse así
a su dueña de nuevo. Miró para arriba, una de las ramas gruesas del árbol
tocaba el canalón que cruzaba de parte a parte el alero del tejado. No tenía él
todavía mucha práctica en eso de trepar a semejante altura, pero acongojado
como estaba y con esa necesidad que le venía de pulgar su culpa lejos de los
mortales, decidió probar suerte. No le costó mucho trabajo, sus uñas mordían
bien en la corteza de la rama; cuando llegó casi al final, ésta se cimbreo un
poco, pero como estaba apoyada en el canalón no cedió. De un brinco saltó sobre
el tejado. Fue derecho a recostarse sobre los ladrillos de la chimenea. Allí,
en el rincón que quedaba entre la parabólica y el muro, se tumbó a rumiar su
pena.